LA CASA QUE NO DORMÍA
MIL VIDAS EN UN LUGAR EN RUINAS
Tomás encontró la casa al final de un camino que nadie recorría. Estaba escondida entre árboles secos, con la pintura vencida por los inviernos y una verja oxidada que rechinaba como si protestara por su presencia. No mostró ningún miedo ante esta eventualidad, solo quería saber que escondía aquella vieja casa que lo lleno curiosidad. Fue a investigar quien era dueño de aquella casa intrigante. El siempre quería un sitio donde poder estar tranquilo sin que nada ni nadie le perturbase la paz que quería encontrar en otro sitio.
No buscaba un hogar. Solo necesitaba un techo y un silencio que no doliera. Pero ese silencio, en esa casa, era distinto. No era la calma de lo ausente, sino la inquietud de lo que nunca se ha ido.
Desde la primera noche, supo que algo permanecía allí. No en forma de fantasmas, ni en ruidos evidentes. Era una presencia sin forma, una conciencia suspendida en el aire que parecía observarlo desde las paredes rajadas y los pisos que crujían con cada paso. Cada minuto que pasaba era adentrarse mas al silencio abrumador de aquella casa que parecía que buscaba un escape de todas sus frustraciones.
Tomás asustado pero no huía. Había vivido entre vacíos peores. no temía en ningún momento y eso le daba la valentía necesaria para estar allí hora tras hora.
La casa no hablaba, pero insinuaba. Un espejo antiguo que jamás reflejaba del todo, un reloj detenido a las tres de la madrugada, un retrato torcido que el enderezaba cada mañana al despertar... y que cada noche volvía a estar inclinado. Tomás paso allí muchísimos días, hacia las veces de acomodar todo lo que tenia arreglo y la casa estaba obteniendo otro ambiente.
Dormía poco. Soñaba mucho. Y en sus sueños veía mujeres sentadas en las escaleras, niños corriendo por pasillos, un hombre de espaldas tocando un piano que ya no existía. No eran sueños suyos, pero los sentía propios, como si la casa le prestara sus memorias.
Una tarde, mientras lavaba las ventanas, vio en el cristal su reflejo... con un gesto que no era el suyo.
No dijo nada. Solo respiró hondo y dejó que la imagen desapareciera.
Comenzó a escribir cartas que no enviaba, a encender velas en las habitaciones vacías. La casa parecía observar, no agradecer. Y ese vínculo —invisible, silencioso, inquietante— crecía.
Una noche de lluvia, la casa vibró levemente, como si suspirara. Tomás sintió un peso que no era suyo caerle sobre los hombros e intento zafarse de el pero fue imposible, más allá de lo que sentía pudo darse cuenta que no era para lastimarle que en esa casa habían muchas historias inconclusas, que buscaban como resolver su conflicto, o por lo menos que alguien lo escuchara.
Al amanecer, subió al altillo para reconstruirlo era un sitio que siempre evitaba. No encontró nada. Solo polvo, silencio y una ventana que daba al bosque, donde por fin algo se sentía en paz. Limpió cada uno de los rincones del altillo y lo hacia porque aquella casa le transmitía lo que nunca pudo encontrar en ninguna otra.
La casa no volvió a estremecerse. Pero ya no era la misma.
Y el tampoco.
Decidió comprar la casa y renovarla.
A veces, no es que una casa no duerma. Es que guarda lo que otros no pudieron olvidar. Y cuando alguien llega y no huye, la casa por fin... descansa.

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