EL SUSURRO DEL ÁRBOL

 EL SUSURRO DEL ÁRBOL

Escuchar la voz de la tierra es crecer


Desde que tenía memoria, Ada se sentía diferente. No era como los demás niños del pueblo. Mientras ellos corrían por los campos y se manchaban las manos con barro, ella prefería sentarse junto al viejo árbol al borde del bosque. Nadie sabía su especie exacta. Tenía el tronco ancho y retorcido, las ramas como brazos extendidos al cielo, y una energía que hacía imposible no detenerse a mirarlo.


La primera vez que escuchó su voz fue una tarde de otoño, cuando el viento parecía hablar en un idioma olvidado. No era una voz sonora, sino un pensamiento que nacía dentro de ella, como si alguien la llamara desde sus entrañas.

"No estaré para siempre, pero mientras esté, escúchame."

Desde ese día, Ada volvía a diario. Se recostaba junto a su tronco y cerraba los ojos. El árbol le contaba cosas que nadie más parecía saber. Le hablaba de sus vidas pasadas, de la energía de la tierra, de cómo todo lo que nace también muere y renace. A veces eran solo palabras suaves. Otras veces, silencios que decían más que cualquier frase humana.


Creció a su sombra, aprendiendo a leer el cielo, a sentir las raíces del mundo bajo sus pies. Era su refugio. Su altar. Su amigo. Su madre le decía que hablaba sola, pero ella sabía que no era locura: era conexión. Un vínculo invisible entre alma y naturaleza.

"Estoy aquí para enseñarte a soltar", le dijo una tarde.

Ada no entendió. ¿Soltar qué? ¿Por qué tendría que dejarlo si no le hacía daño, si solo le daba consuelo?

Un verano, los hombres del pueblo llegaron con sierras. Querían construir una carretera. El árbol, viejo y solitario, estaba justo en el trazado. Ada corrió, gritó, suplicó. Nadie escuchó. Su voz humana no pudo contra el rugido metálico de las máquinas.

El árbol cayó en dos movimientos. El sonido fue seco, brutal, como si le arrancaran el alma.

Esa noche, Ada no durmió. El dolor era físico, profundo. Se arrodilló sobre el espacio donde antes estaba su raíz y lloró. Gritó. Maldijo.

Pero el silencio que la envolvió no fue vacío. Era suave. Tranquilo. Y dentro de ella, el susurro volvió por última vez:

“Lo sabías. Todo en esta vida se nos da solo por un tiempo. Yo fui tu guía, pero no tu destino. Aprende ahora a sostenerte sola. A escuchar el mundo sin mí.”

Ada no volvió a ser la misma. Pero tampoco volvió a estar perdida. Había aprendido que el amor no siempre significa permanencia. Que hay presencias que nos tocan solo por un momento, pero nos marcan para siempre.

Y cada vez que el viento soplaba entre los árboles, cerraba los ojos y lo escuchaba.

Porque lo que se ama de verdad, nunca se pierde del todo. Vive en nosotros.

desde entonces el árbol solo quedo en sus recuerdos.



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