BAJO LA LLUVIA

 BAJO LA LLUVIA

La soledad no es vacío, es espacio para que escuches tu propia voz

La primera vez que Sofia la vio fue a los nueve años, empapada, temblando, con las rodillas llenas de barro y el corazón hecho trizas, una mujer que parecía estar viviendo en las calles. Su madre se había ido esa mañana a trabajar, Sofia por curiosidad le pregunto a aquella mujer que si algo le ocurría y le dijo que el mundo se le había roto. Empezó a llorar el cielo mientras la extraña se sentaba al lado del árbol que daba hacia su casa contando su historia. Una lluvia suave, constante, como si el cielo también llorara por ella.

Entre la cortina de agua, esta mujer no caminaba, no flotaba, simplemente estaba. Su túnica era parte del agua, sus ojos eran tiempo, y su voz —cuando habló— sonó como un susurro que Sofia ya conocía desde antes de nacer.

“Llora conmigo. No hay vergüenza en sentir.”—dijo la mujer al ver que Sofia se le hacia un nudo en la garganta.

Desde aquel día, cada vez que llovía, la mujer volvía. Se sentaban juntas bajo el árbol viejo, sin importar que el agua les calara hasta los huesos. Sofia creció con esas lluvias, y con cada una, la mujer le contaba algo distinto:

“Las pérdidas no son castigos. Son puertas.”

“El amor no siempre llega como lo soñamos. A veces viene roto para enseñarnos a coser.”

“La soledad no es vacío, es espacio para que escuches tu propia voz.”

—“Hay dolores que limpian más que el agua.”

—“El alma también muda de piel.”

—“Cada lágrima tuya riega algo que aún no puedes ver.”

No se llamaban por nombre. No hacía falta. La mujer no tenía edad, pero Sofia la sentía antigua, sabia, como si llevara siglos esperando solo por ella. A veces reían, a veces solo guardaban silencio. Y en cada encuentro, Sofia sentía cómo una parte rota de su alma encontraba su lugar.

Pero luego, el cielo cambió. Un día, sin explicación, dejó de llover.

Pasaron meses y Sofia volvió sola al lugar de siempre, era como si la misteriosa mujer se había marchado para siempre pero dentro de ella misma la sentía. Sentía un hueco, pero también una certeza que no lograba descifrar. Hasta que una tarde, al agacharse junto a un charco viejo hecho por el sereno de la noche anterior, la vio.

No en la distancia.

En su reflejo.

El mismo cabello. La misma calma en la mirada. Los mismos gestos al respirar.

Se le erizó la piel y Entendió.

La mujer había sido ella.

Siempre fue ella.

Una parte de su alma, más sabia, que venía en la lluvia a recordarle lo que había olvidado. No necesitó lágrimas. Solo cerró los ojos, y en su pecho, la voz volvió, suave como el agua:

—“Ahora sabes dónde encontrarme.”Susurró.

La mujer estaba allí.

Siempre estuvo allí.

Era ella.

Esa mujer era su alma, su memoria antigua, su esencia en otra forma. Había venido en su niñez porque aún no estaba lista para escucharse sola.

La lluvia no era solo agua. Era descubrimiento. Era voz. Era ceremonia.

Y ahora, Sofia caminaba bajo cualquier cielo con la certeza de que no había perdido a nadie, solo había recordado quién era.




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