CAFÉ SIN AZÚCAR
TODO LO QUE NO TE DIGO SE QUEDA TEMBLANDO EN MIS MANOS
Hay cafés que se enfrían en la mesa sin que nadie los note, y hay otros que arden en la memoria como brasas encendidas. Esta es la historia de una mujer que llegaba cada mañana a un rincón cualquiera del mundo, buscando algo que no sabía nombrar. Y de alguien que, desde el otro lado de la barra, la observaba con la paciencia de quien comprende que a veces, el amor no grita... solo espera. Entre silencios, miradas fugaces y un café sin azúcar, floreció algo que nadie supo explicar, pero que todos, de alguna forma, hemos sentido alguna vez.
CAPITULO I
TAZAS VACIAS
La cafetería de la esquina no tenía nada especial. No era la más bonita, ni la más moderna, ni siquiera la más barata. Pero tenía algo que atrapaba: una calma que parecía sobrevivir al ruido del mundo. Y allí, en la mesa del fondo, Julia repetía su ritual diario como quien se aferra a un ancla invisible.
Cada tarde llegaba con un libro en la mano, aunque pocas veces lo abría. me Pedía un café americano, sin azúcar, y lo dejaba enfriar mientras miraba por la ventana. Observaba gente pasar. A veces sonreía. Otras veces, simplemente respiraba. Me pregunto:
¿Qué estaría pasando por su mente?
Lo cierto era que ella ya no esperaba nada.
Había amado con todo. Una vez. Con fe ciega, con alma entera. De eso me entere un día que hablaba con una amiga. Pero quedó con unas manos que aprendieron a soltarse sin avisar. Lo perdió todo de golpe: la confianza, el sueño de un “para siempre”, incluso las palabras. Desde entonces, el café sin azúcar era su metáfora favorita. Nada endulzado. Nada fingido.
Sus amigos decían que tenía que salir, conocer gente, “volver a la vida”. Ella sonreía y decía que estaba bien. Pero no estaba bien. Solo aprendió a estar en silencio. Porque hablar del pasado era como invitarlo de nuevo. Y eso dolía aún más.
Fue un martes cualquiera cuando Matías apareció por primera vez.

No lo notó enseguida. Escuchó su voz en la barra, firme pero amable. Pidió lo mismo que ella, aunque con azúcar. Se sentó dos mesas más allá. Iba solo, sin celular en la mano, sin prisa, sin compañía. Raro. Demasiado raro. Durante días coincidieron sin hablarse. Solo miradas robadas, sutiles, disfrazadas de casualidad. A veces él leía un periódico, otras simplemente observaba el vapor de su taza. Una vez, ella lo vio dibujando algo en una servilleta. No alcanzó a ver qué era, pero le pareció hermoso el gesto.

La rutina se volvió un juego silencioso. Llegaban casi a la misma hora. Se elegían sin decirlo. Él se sentaba dos mesas más allá, siempre con ese gesto sereno, como si supiera algo que ella no. Hasta que un día, mientras buscaba su sitio habitual, vio que su mesa estaba ocupada. Y la única libre... era la de al lado de Matías. Julia Vaciló. Dudó. Pensó en marcharse pero no lo hizo porque eso era lo que hacía últimamente: marcharse antes de quedarse, callarse antes de intentar, rendirse antes de confiar.
Sin dudarlo le preguntó:
Julia —¿Te molesta si me siento aquí?— preguntó, con una voz tan suave que podrías dormir con ella.
Matías levantó la mirada y sonrió.
—Sería un honor.
Y así, sin más, dos tazas se enfrentaron por primera vez sobre la misma mesa.
Afuera, la tarde seguía su curso. Pero para ellos, algo acababa de empezar.

CAPÍTULO II
CONVERSACIONES SIN AZÚCAR
La primera conversación no fue una explosión de palabras, sino una danza de silencios cómodos. Él preguntó por el libro que ella no había abierto y ella, por cortesía, inventó que estaba releyendo su parte favorita. A él le gustó eso: alguien que relee lo que ama.
—¿Y el café sin azúcar? —le preguntó Matías, como si fuera una confesión.
Julia sonrió de lado. y respondió.
—Después de ciertos momentos en la vida, uno deja de endulzar las cosas.
Él no insistió. Solo asintió, como si comprendiera más de lo que decía.
Desde entonces, empezaron a compartir la misma mesa. Al principio, por cortesía. Luego, por costumbre. Después, porque ya no sabían cómo evitarlo.
Ella no hablaba mucho de su pasado, pero él notaba los huecos, los gestos, la forma en que bajaba la mirada cuando él hablaba de sus padres o de alguna exnovia que no significó nada. Había algo en ella que parecía de cristal, pero un cristal que ya había sido roto y vuelto a pegar.
Y sin embargo… sonreía. A su modo. A su tiempo.
Él tampoco tenía prisa. Llevaba tiempo aprendiendo a mirar despacio. No era el tipo de hombre que prometía lunas; más bien, ofrecía tardes tranquilas y compañía fiel. Escuchaba con atención, preguntaba con suavidad, y sabía cuándo callar sin que el silencio pesara. A veces hablaban de películas que no habían visto, de libros que no terminaron, de lugares a los que soñaban ir. Una tarde ella dijo que quería ir a Lisboa solo para sentarse frente al río y no pensar en nada. Él respondió que si iban juntos, se aseguraría de que el río no se sintiera tan solo.
Y ella rió. Por primera vez, rió de verdad.
fue el momento cuando dije que era su oportunidad de ver la vida diferente, de encontrar esa magia que había perdido desde hace mucho tiempo. Empecé a pensar que quizá todo pasa por alguna razón.
Los miraba desde lejos con una ternura que se guarda para las historias que no se atreven, que dan espacios para no ahogarse en el típico comportamiento del enamoramiento y la idealización. Sabía cuándo él le pasaba una galleta sin pedir permiso. Sabía cuándo ella llegaba cinco minutos antes, solo para esperarlo. Sabía que en esa mesa, sin adornos ni flores, estaba naciendo algo que no necesitaba nombres para ser real yo lo sabia todo.
Una tarde, él no llegó. sabia que pasaría, y es que muy dentro de mi presentía que algo iba a pasar. Llegue a pensar que solo estaba retardado y que lo que estaba pensando no podría suceder.
CAPÍTULO III
LA AUSENCIA TAMBIÉN HABLA
Matías no volvió al día siguiente. Ni al siguiente.
Ella intentó no pensar demasiado, aunque sabía que no era casual. La silla vacía frente a la suya se convirtió en un espejo incómodo. Había aprendido a sentarse sola, claro, pero ahora esa soledad dolía de otro modo: como cuando uno extraña algo que no sabía que necesitaba.
Pasaron los días y no habían noticias de Matías, verla allí sentada esperando se me hacia el nudo en la garganta, era como verme a mi misma esperando por alguien que sabia que nunca iba a ser para mi, y es que a cualquiera de nosotros nos puede pasar. Yo, esa silenciosa testigo que les servía el café como si preparara una ceremonia íntima noté la diferencia. Ella seguía llegando, aunque ya no miraba por la ventana: miraba hacia la puerta. Cada vez que esta se abría, su cuerpo se tensaba levemente… y se desmoronaba cuando no era Matías quien entraba.
Una tarde, por primera vez en semanas, dejó el café a la mitad. Se levantó con los ojos apagados, como si hubiera renunciado a la historia antes de conocer su final y se marchó sin explicaciones y sin haber pagado la cuenta. Se que volvería a entrar por esa puerta solo la deje marchar sin decirle adiós. Pero el destino es caprichoso. A veces, espera a que nos rindamos para darnos una última oportunidad.

Un viernes cualquiera, mientras yo limpiaba la barra y la tarde caía sin prisa, él volvió. Tenía el mismo abrigo, el mismo gesto tranquilo, pero los ojos... los ojos traían tormenta. Se acercó a la mesa vacía y la tocó con los dedos, como quien pide perdón sin palabras. Me acerqué, despacio y le dije:
—Ella ya no viene todos los días — como si lo estuviera culpando sin querer hacerlo.
Él asintió. Sacó una pequeña hoja doblada de su bolsillo y contestó:
Matías—¿Podrías dársela si vuelve?
Tome el papel y respondí __ No prometo nada__.
Solo lo miré con esa mezcla de juicio y compasión que tienen quienes han visto demasiadas historias truncarse por orgullo.
Ella regresó tres días después, cuando el mundo parecía seguir su curso sin sobresaltos. Pidió lo de siempre. Pero antes de que pudiera sentarse, le entregué la nota. Lo leyó y no dijo nada más. Solo se alejó para darle espacio al destino.
El papel decía:
"Me fui porque tenía miedo de sentir.
Regresé porque me di cuenta de que ya te sentía.
Y porque no quiero volver a tomar café con azúcar si tú no estás."
Ella sonrió. Esa sonrisa que ya no era amarga. Que ya no necesitaba azúcar, levantó la mirada y no había nadie frente a ella solo yo, la mesera que sabia casi toda su vida. Pero, por primera vez la sentí como si esperar ya no era una carga. Esperar era tener esperanza.
Sin embargo, cuando volvió a sentarse frente al cristal, algo en su expresión era distinto, se le notaba más liviana. Más entera. Porque en ese momento lo entendió: las personas que dudan desde un principio pueden dudar hasta el final. Que así como vuelven, también se van y que ella merecía más que promesas a medias o palabras que llegan muy tarde. Merecía paz.
Se levantó, dejó un billete y una pequeña carta sobre la mesa. Me la entregó con un gesto amable. Yo —mesera que había sido parte de esa historia sin que nadie lo notara— no pude evitar leerla, movida por la curiosidad de alguien que ha estado demasiado tiempo observando en silencio.
"Me ha gustado conocerte, tu compañía y tus silencios...
Gracias y buena suerte."
Era una despedida. Pero no de esas que duelen, sino de las que sanan y aunque él nunca regresó por su respuesta, yo sentí el alivio en el aire. Porque al final… era yo quien sentía todo por ella.
Quien la miraba llegar y escuchaba sus conversaciones largas con la ventana.
Quien podía descifrar las veces que estaba alegre o triste.
Quien se esmeraba cada mañana en preparar el mejor americano sin azúcar para ella.
Quien escuchaba, en secreto, a sus amigos hablar de todo lo que había vivido.
Y quien, de alguna forma, la había estado cuidando todo ese tiempo.
Hoy, agradezco a la vida que la haya alejado de la persona equivocada porque a veces, los amores más profundos nacen en silencio y se revelan… solo cuando se escribe el punto final.
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